
Aún tengo presente lo mucho que odiaba los festivales infantiles en la primaria --afortunadamente el martirio terminó con mi ingreso a la secundaria. Las razones para incomodarme son varias:
No me gusta bailar y allí tenía que hacerlo frente a una centena de papás.
Desde niño fui un clon de Sport Billy, es decir, lo mío era el deporte (el que me pusieran) y los ensayos para los bailables se realizaban justo en nuestra hora de deportes. De esa manera al menos tres meses eran desperdiciados aprendiendo pasos y coreografías.
Cada año se cantaba la misma canción a las madres, restándole así cualquier sentido de novedad que pudiera llegar a tener algo que en sí mismo, para mí, era aburrido.
Eran cursis.
Lo peor era el abrazo final de los papás donde yo me sentía ridículo.
De niño odiaba los festivales y se lo decía a todo mundo. Como papá esperaba evitar asistir a esas ridiculeces. Por supuesto, elaboré toda una argumentación --probablemente falaz-- sobre por qué dichas actividades eran un atentado contra el desarrollo físico de los niños mexicanos. Recuerdo que le decía, "si quieren ponernos a ensayar esas cosas que se busquen otro horario, pero que no me quiten mi hora de deportes que me correspondía". En Nueva York no recuerdo haber tenido que padecer semejante invasión y sí hacíamos festivales, pero nunca se sacrificaban las horas destinadas al deporte.
Ayer asistí al festival navideño de mi hijo en su escuela, donde recrearían escenas del Cascanueces de Tchaikovsky. Tomaba fotos y filmaba el bailable. Fue el segundo festival al que asistí, pero del primero ni me acuerdo sobre qué fue. Así que el de ayer fue como el primero. Llegamos a la escuela cuando daban la segunda llamada. Y comenzó...
Filmaba mientras aguardaba impaciente que saliera mi hijo a escena. Personificaría a uno de los ratones en la batalla contra los soldados. Llegó el momento. Salió mi ratón con su espada listo para blandirla contra el enemigo. Duró unos cinco minutos y llegaron los aplausos. En ese momento sentí una gran emoción y me descubrí a punto de soltar un par de lágrimas. Me contuve --no sé por qué lo hice--, ninguna escurrió mi mejilla. No recuerdo antes haber llegado a ese estado emocional. Claro que he llorado, pero nunca había sentido la necesidad de hacerlo por felicidad y orgullo. Estaba tan contento de ver lo que mi hijo había logrado en su festival que me superó.
El grinch de los festivales tiene ahora otra percepción de ellos. Por supuesto que mi hijo es el ratón cuyo perfil se puede apreciar en la foto.