Seti I estaba recostado en su lecho. Los días transcurrían y su enfermedad era un camino lento y doloroso hacia la muerte. Afuera del palacio, los esclavos trabajaban con ahínco en la construcción de Egipto. Un rey puede morir, pero no su pueblo, no la ciudad.
Ramsés II y Nefertari permanecían al lado de su faraón. También Chenar, hijo primogénito de Seti I lo velaba. Egipto lo reinaría su hermano menor y no él como indican los cánones. Así lo había decidido su padre. Decenas de mujeres y sacerdotes le untaban aceites y daban a beber pócimas medicinales al Horus Seti para mantenerlo con vida antes de que Ramsés II tomara el máximo puesto y guiara a la civilización egipcia hacia la eternidad.
Seti I pronto exhalaría su último aliento. Ramsés II, su esposa Nefertari, Chenar, los sacerdotes y las numerosas concubinas del rey Seti no se separaban del camastro de mimbre. El pueblo angustiado pedía a Osiris por una muerte sin dolor para el faraón que moría. Ramsés II salió de la habitación como príncipe y se dirigió hacia las puertas principales del palacio.
—Desde ahora soy su nuevo rey. Mi padre ha muerto —dijo y se retiró. Entró al palacio como un rey. Egipto estaba en sus manos. Su hermano abandonó la habitación, ya no tenía nada que hacer él en Menfis, mejor sería que se marchase. En otra ciudad lo respetarían; aquí, ya no.
Los preparativos para momificar a Seti I debían ser rápidos. Los embalsamistas procedieron como siempre. Con una pequeña navaja de obsidiana tallada con piedra volcánica cortaron el costado izquierdo. Le sacaron todas las vísceras con una lezna de cobre. El cerebro fue extirpado por la nariz pedazo a pedazo. Rellenaron las cavidades con hierbas balsámicas. Lo cubrieron con natrón durante sesenta días. Lo limpiaron y lavaron. El proceso estaba casi terminado. Le inyectaron bálsamos en las arterias y venas. Finalmente, cubrieron todo su cuerpo con vendas de lino, lo adornaron con alhajas de oro, un escarabajo y un largo cortejo remontó el Nilo hasta el Valle de los Reyes, donde terminó su tumba en la oscura caverna de Deir el-Bahari.
Concluido el rito funerario, Chenar caminó hacia el oriente hasta que las dunas eran lo único visible en el paisaje. Tomó un camello y viajó hacia, sólo él sabe dónde.
Ramsés II no perdió tiempo y mandó levantar un par de estatuas. Él y su amada Nefertari, como en el día de su boda, permanecerían hasta la posteridad. Inmortalizaría su amor en el templo de Abu Simbel, dedicado a su amada y a Osiris. Construyó el templo Ramesseum, el vestíbulo hipóstilo del templo de Amón de Karnak y muchos otros. Además, ordenó concluir el templo funerario de su padre. La piedra era el medio para conseguir la eternidad. Todo lo escribía sobre la roca. Quería ser recordado por todos como el faraón constructor.
Pero no todo era inmortalizar su reinado. Necesitaba expandirlo; seguir con la tarea que su padre había emprendido. Apoderarse de Kadesh para después llegar al Eúfrates.
Recuperaría las tierras perdidas en dinastías anteriores. Las conquistas arrojarían más prisioneros que se convertirían en esclavos y militares. Ramsés II estaba decidido a atacar a los hititas. Acompañó a su padre cuando los derrotaron por primera vez. No tardarían mucho en buscar la revancha. El joven faraón tenía que darse prisa.
—Kadmu, tienes que reunir a veinte mil militares para que los entrenes bien y los tengas listos para tomar Kadesh en setenta días. Iremos a la guerra y ordeno que reclutes a los mejores hombres.
—¿Eso es todo mi faraón?
—Será todo por el momento. Sólo te digo que no quiero una sorpresa hitita. Puedes retirarte.
Kadmu salió del palacio y enseguida enroló filas de esclavos. Algunas construcciones quedaron con pocos obreros. Ramsés II ideaba el plan para atacar. Consultaba el templo cada vez que tenía un sueño. Necesitaba que le interpretaran las visiones que veía de noche. Quería saber si el tiempo era propicio para la guerra.
—Los astros me dicen que algo terrible sucederá en tu reinado, sin embargo, la guerra te favorecerá, pero debes llevar contigo siempre esto —dijo Akhón, mientras recogía de la mesa un objeto. El sacerdote extendió su mano y le entregó un pequeño saco rojo. Ramsés II agradeció y salió del templo. Se acercaba el día de enfilar sus tropas. Mandó llamar a Kadmu para inquirir sobre los nuevos cadetes.
—Todo sale a la perfección señor. Los esclavos aprenden rápido.
—Recuerda que no quiero sorpresas —dijo el faraón con un tono enérgico que hizo retumbar todo el palacio.
—No las habrá señor, y si me permite voy a seguir con mi trabajo.
—Anda ve. Los quiero listos el setenta.
Kadmu salió del palacio mientras Ramsés II se paseaba ansioso por los pasillos dorados. Pasaron las noches y llegó el día. Ramsés II se asomó por uno de los balcones del palacio y ahí estaban veinticuatro mil hombres y dos mil quinientos carros de guerra dispuestos a expandir Egipto. Eran cuatro mil soldados más de los que había pedido; el faraón estaba feliz. Se despidió de su amada Nefertari, quien cuidaba del joven primogénito, y se unió a su tropa.
—Kadmu, has hecho un magnífico trabajo, te felicito. Te nombro capitán y puedes formar tu propia división.
—Gracias, señor.
—Vamos por Kadesh. En este papiro traigo la estrategia que vamos a utilizar. Nos vamos a separar en cuatro divisiones. Mote avanzará al frente de la división de Sutekh. Regka comandará la división de Ptah. Kadmu encabezará la división de Ra. Yo guiaré a la división de Amón. Nos detendremos en diferentes posiciones y después atacaremos.
Así comenzaron a marchar, en el quinto año de reinado, el noveno día del segundo mes de la estación de verano. Ramsés II atravesó nuevamente la frontera egipcia. En el palacio se pronosticaban cosas terribles. Chenar había regresado y fue directo a encontrarse con Nefertari.
La tropa de Ramsés II camina algunos kilómetros antes de parar. Les toma varios días llegar. El río Orontes los guía hacia Kadesh y sirve de refresco para la tropa. No faltaba mucho para llegar cuando dos centinelas egipcios llegaron ante Ramsés II con dos hombres. Fueron interrogados. Eran desertores del ejército hitita. Informaron sobre el lugar donde se habían atrincherado las tropas comandadas por Muvatalli, el rey enemigo. Ramsés II aceptó cambiar su estrategia para flanquear al enemigo. Se hallaban en Halpa, a miles de palmos de distancia. Ramsés II, militar de los mejores, tenía preparada una sorpresa.
Chenar permanecía en el palacio. La gente, extrañada, hacía comentarios sobre la legitimidad del primogénito. El chisme se extendió a lo largo de los Dos Reinos, pero nunca llegó a oídos de Ramsés II.
—No puedes permanecer en este palacio —le decía Chenar a Nefertari.
—¿Por qué no? —replicaba Nefertari mientras se miraba en su espejo de obsidiana. —Soy la esposa del faraón y le amo. Aquí es donde pertenezco y no tengo intenciones de mudarme Chenar. Si prefieres permanecer en el palacio y ser humillado, hazlo, pero no pretendas ser tomado en cuenta para las decisiones sobre Egipto.
Chenar frunció el ceño y con rabia le contestó:
—¿Acaso ya olvidaste la noche antes de tu boda?
Nefertari volteó sorprendida y miró con odio a Chenar. Sus miradas se entrecruzaron en un abismo de incertidumbre.
—Es verdad que esa noche fui tuya, pero fue sólo una aventura que no pretendía continuar. Así que harías mejor en retirarte de Menfis con dignidad antes de que regrese mi rey de la batalla, que seguro ganará, y te encierre en la mazmorra del palacio.
—No me iré sin ti.
—Entonces quédate y sufre el desprecio de haber sido primogénito y no recibir el don de los dioses, el don de Horus.
—Lo haré. Me quedaré sólo por una razón: mi hijo, el que ahora aprende el regalo de la escritura en el templo.
—¿Pero, qué estás diciendo?
—Tú bien sabes a qué me refiero. El hijo al que diste vida hace algunos años tiene mi sangre. Tú me amaste esa noche y yo deposité mi semilla. Ahora has dado el fruto y ese hijo me pertenece tanto como a ti.
—¡Vete! No quiero escuchar más tu voz. ¡Blasfemas! ¡Guardias, llévenselo!
—Me voy por mi propio pie. No tienes porqué preocuparte Nefertari. Yo sí soy hombre fiel a mi palabra. No volverás a verme hasta el día de tu muerte.
Chenar se retiró y Nefertari se dejó caer, llena de rabia y con los ojos encendidos, sobre su trono. Las palabras de aquel hombre sacudieron el alma de la joven reina.
Ha sido un largo camino hacia Kadesh. A unos cuantos palmos de llegar salieron unos carros de guerra enemigos de su escondite. Los prisioneros los habían engañado. Eran miles de guerreros, caballos y carros que los embestían por todos lados. Las flechas marcaban un arcoiris café en el cielo. Ramsés II tomó un carro y se lanzó con furia sobre los enemigos. En el combate se le cayó la “cruz de la vida” que venía en el saco rojo que le había regalado el sacerdote. La división comandada por Kadmu estaba casi vencida, pero el faraón no se rindió. Trajo más tropa de las otras divisiones, pues el ejército de Muvatalli era mayor que el egipcio. Sin embargo, Ramsés II no estaba dispuesto a perder esta batalla. Volvió a tomar el carro y lo condujo mientras disparaba flechas hacia los enemigos, que caían heridos. Cuando su carcaj estuvo vacío, sacó su daga de cobre que traía amarrada a su taparrabos. En la otra mano cargaba el hacha que le habían fundido en bronce sus esclavos. Uno tras otro cayó herido de muerte sobre el campo. Ramsés II no paraba de hundir enemigos sobre el terreno. Los hititas, vencidos, comenzaron la retirada. El representante de Horus, Ramsés II, tomó Kadesh. Mandó llamar uno de los escribas que traía consigo.
—Quiero que esta batalla quede por escrito.
—La haré un poema señor.
—Está bien. Hazla un poema. Me gusta la idea —dijo y volteó a ver el otro objeto que venía en el saco rojo: el escarabajo, —gracias Jepri, dios escarabajo, por haberme acompañado en esta batalla.
Una vez tomada Kadesh, regresaron a Menfis. Ramsés II fue bien recibido por su pueblo. Gritaban de felicidad, pues Egipto se expandía y se eternizaba. El faraón entró triunfante al palacio. Al llegar a su alcoba vio a su amada Nefertari en un charco escarlata. Una daga de bronce permanecía tirada en el piso de marmol. Junto a ella estaba Chenar con las manos ensangrentadas, quien le dijo:
—Yo también la amaba.
Ramsés II, derrotado, cayó sobre el cuerpo inerte de la reina.
(Publicado en algo más, 41)