De niño una de mis fascinaciones, además de los deportes, eran los aviones. Tengo muy gratos recuerdos de cuando mi papá me llevaba a Hangares a ver aterrizar y despegar los aviones. ¡Increíble! De hecho, puedo presumir que me tocó la época del Concord. ¡Así es, me tocó ver y escuchar al Concord en vivo! A este maravilloso avión -al cual nunca pude subirme por obvias razones de mucho, pero mucho peso- lo vi aterrizar en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Todavía remembro la hora y el día de arribo de dicho avión: las 5 de la tarde de los sábados. Cuando no podía ir a verlo aterrizar subía a las 4:30 a la azotea de la casa y lo veía pasar por encima de mi cabeza.
En otra ocasión, cuando me subí en un avión para ir a Nueva York, viví una experiencia propia de película Hollywoodense. Recuerdo que la aerolínea era Eastern Airlines. Toda la familia, incluido mi primo, viajábamos a esa asombrosa ciudad cosmopolita también conocida como la Gran Manzana. El viaje tendría una escala en Carolina del Norte donde recogería a más pasajeros para de allí volar hasta nuestro destino. Todo sucedía de acuerdo a los planes cuando al despegar de Carolina del Norte se sintió un pequeño golpe debajo del avión. Yo iba sentado a la altura del ala derecha, junto con mi primo. Pasó.
Cuando estábamos por llegar a la Ciudad de los Rascacielos el piloto nos informó que al despegar de Carolina del Norte perdimos un tren de aterrizaje (ese fue el trancazo se se sintió). El plan era el siguiente: sobrevolar Nueva York -vi la Estatua de la Libertad como diez veces- hasta perder todo el combustible que traía el avión y, como recién había llenado su tanque, serían otras tres horas de vuelo aproximadamente. Una vez que el avión tuviera el mínimo de combustible intentaría un aterrizaje forzado en el Aeropuerto Internacional J.F.K. de la ciudad de Nueva York. Una vez comunicado esto, una azafata se desmayó y la tensión entre los pasajeros creció.
A mi papá, dado que iba sentado junto a una salida de emergencia, se le instruyó en la forma de abrir la puerta, accionar el tobogán y aventar a los pasajeros por el mismo. Todos debíamos quitarnos los zapatos a la hora de hacerlo. El riesgo más grande que corríamos era que la fricción que se generara entre el tren de aterrizaje roto y el pavimento pudiera desencadenar un incendio.
Se acercaba el momento de medir las habilidades del piloto para hacer aterrizar un avión que carecía de uno de sus trenes de aterrizaje. La preocupación aumentaba. La azafata logró volver en sí. El piloto enfilaba el avión hacia la pista de aterrizaje. Para cuando el avión estaba en la pista había camiones de bomberos, patrullas, ambulancias por todos lados, que iban a nuestro lado como si se tratara de una persecución. Fue realmente increíble. Afortunadamente no hubo necesidad de utilizar nada, pues el trabajo del piloto fue tan bueno que puedo decir que es el aterrizaje más suave que he sentido. Incluso le daría el calificativo de perfecto. ¡Vaya emoción! Yo tenía apenas 8 años.
A pesar de tal experiencia, mi gusto por volar no ha disminuido y cada que me subo a un avión recupero esa emoción infantil por lo desconocido; ese asombro por las cosas. Espero que pronto mi hijo también pueda vivir la experiencia de volar en un avión.
5 comentarios:
Justo estoy viendo que al mmento de estar yo en tu blog tu estas en el mio...
Chiro...
Saludos!
El Lutzzz...
Justo estoy viendo que al mmento de estar yo en tu blog tu estas en el mio...
Chiro...
Saludos!
El Lutzzz...
Jajaja, pinche Greñas. Me agrada leerte. Tienes una buena pluma.
Impactante la historia dialéctica de tu vida y también muy histórica.
Saludos,
jajajajaja, creo que eso de los aviones es de familia, como tambien lo de los aterrizajes en angares, yo aun hago avioncitos de papel, y recuerdo perfectamente todos mis vuelos.
Amo volar, es de mis mayores gustos. Sin embargo, leer tu anécdota a unas cuantas horas (bueno, días) de enfilarme hacia Chihuahua es, al menos, cosquilleante...
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