Para Saramago escribir es una necesidad epistemológica. Como cualquier griego haría frente al dintel de Delfos, el portugués urde en cada una de sus textos su propio ser. En Manual de pintura y caligrafía quedará manifiesto este deseo: «Escribir no es otra tentativa de destrucción sino más bien la tentativa de reconstruirlo todo por el lado de dentro, midiendo y pesando todos los engranajes, las ruedas dentadas, contrastando los ejes milimétricamente, examinando el oscilar silencioso de los muelles y la vibración rítmica de las moléculas en el interior de los aceros».
Con la intención de conocerse y, particularmente, hacerlo con ese niño que fue, Saramago elabora Las pequeñas memorias, título afortunado pues además de compartir sus memorias, éstas no superan los 15 o 16 años haciendo de este un libro sumamente breve y ameno. En cada anécdota que relata descubro a un Saramago sorprendido, como diciendo, ¡sí, esto me pasó! El niño vuelve a borbotear. El Nobel nos acerca al pequeño y el pequeño al escritor. En esta dialéctica nosotros –también– conocemos la tierra y el techo que el portugués escucharía –como afirma Héctor Febles, quien señala la capacidad acústica del portugués cuando escribe– para después iniciarse en la profesión literaria.
Saramago devela el niño que es y que fue y que quiere seguir siendo. Esa capacidad de asombro indudablemente le valió el premio en 1998. Porque su literatura es eso, un constante descubrimiento de la realidad. Ésta, a través de su voz narrativa encuentra eco en cada uno de nosotros. Sus relatos son una reminiscencia frecuente hacia su pasado. Siempre existirá alguna explicación técnica sobre un hecho rural porque así fue su infancia: humilde y pobre. Dos elementos que no le coartaron la posibilidad de ser feliz.
No encuentro detalles que delaten al adulto resentido. Incluso narra un verdadero abuso a su integridad cuya indignación es mayúscula y, sin embargo, para él es sólo una memoria más. Como lo serán las regresiones a la escuela, la lectura, sus abuelos maternos, su madre, su difunto hermano y la rigidez de su padre. En cada uno de estos relatos se busca y se construye, reconstruyendo así con el lector al niño que fue y que desde el adulto escribe. Ese niño que en cada uno de nosotros vive y que algunos hemos aislado por sentirlo un estorbo para nuestras nuevas responsabilidades. Saramago no lo entiende así. Al contrario, lo expone, lo exhibe y así nos muestra que él, como muchos, vive en armonía con el niño que fue.
Para mí que él, el niño, es quien le dicta, como el tío Ceferino a Rulfo, sus historias. Estas pequeñas memorias me lo dijeron.
Roberto Rivadenerya
Las pequeñas memorias
José Saramago
Alfaguara. México DF, 2007.
179 págs.
1 comentario:
Me encanta Saramago y después de esta reseña bibliográfica me compraré este libro para ver qué compartimos.
Besos
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