En alguna ocasión Borges comentó: Pienso en Reyes como en el mejor estilista de la prosa española de este siglo [XX]; con él he aprendido mucho sobre simplicidad y manera directa de escribir.
Las palabras del argentino, amigo entrañable del mexicano, no podían ser más precisas para describir la obra de Alfonso Reyes (1889-1959). En sus textos, el regiomontano ilumina, precisa, acoge y reflexiona. Su literatura es un manjar que se ha de comer en varios tiempos. El tiempo de la poesía, el del ensayo, el de la prosa oblicua, el del cuento y el de la cultura.
Entre su obra es posible subrayar dos líneas que en ocasiones se cruzan; en otras, como asíntotas, se acompañan hasta el infinito. Grecia y México, sus dos amores, el ADN de la literatura alfonsina. Así lo manifestó: Mi ideal en Grecia; mi esperanza en México. Y en la práctica, la creación del Ateneo de la juventud junto con Vasconcelos, Henríquez Ureña y Antonio Caso, entre otros, confirma esta línea de pensamiento.
Descubrí a Reyes con «Visión de Anáhuac», donde penetra hasta lo más profundo del mexicano y con elegancia arroja una tremenda verdad: somos el conquistador conquistado. Otro de sus ensayos, «México en una nuez», inicia así: Los aztecas, raza militar, dominaban por el terror a un conjunto de pueblos heterogéneos, y sólo escapaban a su imperio los muy alejados o los muy bravos. A pesar de todo, esta raza militar sucumbió por el respeto que le tuvo a aquel que se decía embajador: Cortés.
Y entonces surge la visión, no de Anáhuac, sino de don Alfonso: Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (…) nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia («Visión de Anáhuac»).
Pues como se aprecia en su poema «Figura de México»:
La verdad no padece porque la digan muchos,
y es suerte que a los lerdos persuada y a los duchos.
¿Podría algo ser más simple, directo y bello? Sencillamente, la firma de Reyes.
Las palabras del argentino, amigo entrañable del mexicano, no podían ser más precisas para describir la obra de Alfonso Reyes (1889-1959). En sus textos, el regiomontano ilumina, precisa, acoge y reflexiona. Su literatura es un manjar que se ha de comer en varios tiempos. El tiempo de la poesía, el del ensayo, el de la prosa oblicua, el del cuento y el de la cultura.
Entre su obra es posible subrayar dos líneas que en ocasiones se cruzan; en otras, como asíntotas, se acompañan hasta el infinito. Grecia y México, sus dos amores, el ADN de la literatura alfonsina. Así lo manifestó: Mi ideal en Grecia; mi esperanza en México. Y en la práctica, la creación del Ateneo de la juventud junto con Vasconcelos, Henríquez Ureña y Antonio Caso, entre otros, confirma esta línea de pensamiento.
Descubrí a Reyes con «Visión de Anáhuac», donde penetra hasta lo más profundo del mexicano y con elegancia arroja una tremenda verdad: somos el conquistador conquistado. Otro de sus ensayos, «México en una nuez», inicia así: Los aztecas, raza militar, dominaban por el terror a un conjunto de pueblos heterogéneos, y sólo escapaban a su imperio los muy alejados o los muy bravos. A pesar de todo, esta raza militar sucumbió por el respeto que le tuvo a aquel que se decía embajador: Cortés.
Y entonces surge la visión, no de Anáhuac, sino de don Alfonso: Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (…) nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia («Visión de Anáhuac»).
Pues como se aprecia en su poema «Figura de México»:
La verdad no padece porque la digan muchos,
y es suerte que a los lerdos persuada y a los duchos.
¿Podría algo ser más simple, directo y bello? Sencillamente, la firma de Reyes.
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